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Una Historia sobre Heterosexualidad

Marcela Espinoza-Juárez

¿Cuándo supe que era heterosexual? A lo largo del camino he identificado distintos momentos en donde, sin saber bien de qué se trataba, sentí algo ajeno, forzado, doloroso y no natural. Es ahora cuando volteo atrás que comprendo que mi heterosexualidad se tejió sin prisas, astutamente, ocupándolo todo.

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En el momento de mi concepción, mi mamá no deseaba ni tenía contemplado un segundo embarazo o matrimonio – una familia como Dios y el Estado mandan. Sin embargo, cuando se enteró de su embarazo adaptó su vida, nuevamente, conforme a los lineamientos no escritos de una cultura que le marcaba el paso.

Me recuerdo cuando era niña, odiando los vestidos; eran incómodos, picaban, no podía jugar libremente, pero mi mamá insistía en que me los pusiera, así me veía bonita – bonita ¿para qué o según quién? Me decía que yo tenía que ser feliz como una campanita y sonreír, pero ¿cómo se hace eso cuando uno no se siente cómoda ni libre en su propio cuerpo? Las mujeres somos las reproductoras de la cultura, pero si nos dieran a elegir abiertamente entre someter a nuestras hijas a los designios y deseos de los hombres y enseñarlas a vivir de acuerdo con sus propios estándares y deseos, seguro elegiríamos lo segundo. Mi mamá no lo sabía, así como me transmitía los mandatos patriarcales que le había heredado mi abuela, también me enseñaba las luchas y las resistencias de las mujeres que la precedieron. Mi mamá nunca me enseñó que tenía que buscar un hombre para estar completa. Al observarla, vi como las mujeres pueden trabajar y ser autónomas, vi cómo se desbordan, atienden sus necesidades, sienten impotencia, aman, se ríen a carcajadas, hablan fuerte y claro, vi como las mujeres son muchas cosas a pesar de los mandatos con los que lidian todos los días. No fue hasta hace poco que comprendí las constantes luchas que tenemos que librar entre las enseñanzas patriarcales y la historia de resistencia de nuestras Ancestras. Esa dualidad ha estado presente siempre en mi vida.

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- ¿Y tú cómo quieres que sea tu vestido de novia?, el mío va a tener tirantes y flores en los tirantes. Los zapatos van a ser de cristal como los de Cenicienta.

Esta conversación la teníamos mis primas y yo cuando dormíamos juntas, imaginábamos vestidos largos y blancos -- finalmente caí convencida. Recuerdo un capítulo de la serie “Anne with an ‘E’”. Anne explica su fantasía de encontrar un hombre con quien pudiera casarse y usar un vestido blanco con mangas abombadas. Entonces, el personaje con el que ella está platicando – una lesbiana maravillosa – le dice que, si tanto sueña con eso, ella puede decidir ir a una tienda y comprar el vestido blanco más hermoso y ponérselo todo el día, sin necesidad de casarse con nadie.

Así inició mi vida heterosexual consciente, aspirando a convertirme en princesa, no por el príncipe salvador, pero sí como un ideal de belleza, feminidad y felicidad – ideales que “el príncipe” estableció como aceptables. A mí nadie me dijo que podía tener el vestido sin cargar con nadie. Nadie me dijo que existían las guerreras Vikingas a caballo, con hachas y flechas; nadie me lo enseñó, pero algo intuía -- las Ancestras me susurraban al oído. Siendo niña, entrené Tae Kwon Do.

Recuerdo también rezar todas las noches junto con mi mamá para que cuidara de mi papá. Recuerdo temer a Dios, sentir que me observaba y sabía todo lo que pensaba, tenía terror. Recuerdo a la señora con la que fui a catecismo y cómo nos hablaba de la Virgen María, y como ella era la madre perfecta, la madre de Dios, la esposa perfecta, una hija de Dios perfecta, sin mancha -- la imagen de la mujer perfecta que me acompañó por mucho tiempo.

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- A mí me gusta Julián, ¿a ti quién te gusta? A todos los niños les gusta Tania, ella es muy bonita y ya le están saliendo los senos.

Algunas niñas tenían novios, otras hablaban de los niños que les gustaban, me comenzaron a gustar los niños. Pensaba en cómo sería que me agarraran de la mano y me dieran un beso. Veía a mi hermana con sus novios y sus amigos; veía y escuchaba a mis amigas, veía y escuchaba a mis primas. Yo quería eso, yo quería gustarles a los niños, que me crecieran los senos para ser suficientemente bonita y tener un novio.

¿Por qué sentimos la “necesidad” de estar con un hombre? Hace cerca de 50 años un grupo de mujeres lanzaron una propuesta que desafiaba el orden “natural” de las relaciones entre hombres y mujeres. Estas mujeres se preguntaban si las diferencias en el sexo (no hablaban de género), que nos dividían en hombres y mujeres, eran realmente “naturales”. Ellas afirmaban que el sexo como categoría no era natural sino una construcción social, una categorización cuyas características se establecieron como naturales de acuerdo con los intereses de los hombres (Wittig, 1992). A todas se nos enseña que desear formar una pareja contractual con un hombre es parte de nuestra naturaleza, es lo “normal” -- ¿si no cómo mantenemos a la especie humana? Como si necesitáramos poblar más el planeta. Se nos enseña que nuestra biología es complementaria a la biología de los hombres, dependiente de la de los hombres – somos débiles por naturaleza. ¿Qué o quién determinó que nuestra presunta capacidad paridora (Vergara-Sánchez, 2015) nos destina a maternar? ¿Qué o quién determinó que nuestras diferencias biológicas nos destinan a ciertas actividades o destinos que finalmente nos subordinan a los hombres? ¿Qué o quién determinó que nuestro cuerpo, nuestra vida es solamente nuestro sexo y no hay nada más para nosotras? – nacer, crecer, servir sexualmente a los hombres, parir y morir en el olvido. El rescate de la historia de las mujeres nos ha mostrado que nuestra biología y la percepción de la misma ha sido moldeada con los siglos – nuestros cuerpos fueron domesticados.

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Recuerdo una plática entre amigas en donde hablábamos de lo que creíamos que era el coito y como era que los hombres ponían lo que fuera que necesitaban introducir en nuestros cuerpos para hacer un bebé.

- ¿Cómo, pero ellos tienen que poner su pene en dónde? (silencio incómodo).

- Pues ahí (mi amiga bajó la mirada).

- ¿En dónde? ¿en el ombligo?

- No, adentro de la vagina.

Para mí la vagina era el orificio por el que orinaba, ¿cómo me iban a meter algo ahí? Los bebés me parecían muy lindos, quería ser una mamá muy feliz algún día, como esas que se veían en las películas, pero el hecho de imaginar que un hombre desnudo iba a introducir su pene en mi vagina para que eso sucediera, era demasiado para mi versión de 7 años, en ese momento me dio asco y miedo. Recuerdo haber pensado por mucho tiempo que el coito debía ser “salvaje” cuando, antes de que mi hermana pudiera parar una película que ella veía, alcancé a ver una escena en donde un tipo cargaba como ganado a una muchacha y se la llevaba a un cuarto para terminarla. En ningún lugar se nos enseña que el placer se puede experimentar sin violencia o sin un hombre.

Las pláticas con mis primas cambiaron. Hablábamos sobre actores que nos gustaban. A mí nadie me había dado un beso y sentía que iba retrasada, sentía que estaba fallando como mujer porque esa era la secuencia lógica: te besan, tienes novios, creces más, encuentras al amor de tu vida en una situación mágica y misteriosa, te casas, tienes coito salvaje y tienes hijos, fin; así se supone que tenía que ser. Tal vez no era suficientemente femenina.

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- ¿Qué es eso que se le ve en el pantalón? ¿es una mancha? ¡Ay no que feo! ¿Por qué no se cuida? Todos los chavos se van a dar cuenta, alguien le tiene que decir algo ni modo que siga así.

Parecía un inconveniente, pero yo vigilaba todos los días mi ropa interior esperando ver alguna mancha que me normalizara. A partir de ahí ya todo fue vergüenza y una sensación de que cinco días al mes tenía un olor que me delataba, un rincón empapado de algo desagradable, que me impedía moverme como quería, y los dolores ¡uuff, los dolores! Sin embargo, lo que marcó mi menarca fue sentirme irremediablemente vulnerable. ¿En qué momento pasé de ser una niña para convertirme en una madre potencial? ¿en qué momento comenzó el temor a embarazarme? ¿esto se puede regresar? No, es parte del plan, de mi destino.

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Años más tarde, recuerdo haberme roto por completo por sentirme abandonada y rechazada por un hombre, si no podía mantener un hombre junto a mí ¿de verdad era tan valiosa? ¿en qué había fallado? ¿qué me faltaba? Después, conocí a un hombre diferente, alguien con quien me sentía segura, amada y respetada ¿qué más necesitaba? ¿por qué estaba dudando? Recuerdo haber llorado el día que me casé por algo que no podía explicar, un nudo en mi garganta. Crecí pensando que el resto de mi vida se podría acomodar alrededor de una relación de pareja, no fue así. ¿Me volví sorda al susurro de mis Ancestras o de repente me dio amnesia?

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Después de tener a mi primer hijo recuerdo sentirme atrapada, estancada, como que nunca iba a ser nada más que una mamá que cuida de todos. No, eso no lo quería. Recuerdo ir con diferentes terapeutas y no sentirme mejor. Cuando supe que estaba embarazada por segunda vez, recuerdo sentirme culpable por estar triste, era algo que había buscado y ahora no quería – entonces ¿de dónde había nacido mi deseo de ser madre realmente? Recuerdo asistir a las consultas con el ginecólogo y desear secretamente que me dijera que había un problema y que mi embarazo se tenía que concluir.

No recuerdo claramente los primeros meses de vida de mi hija, pero sí recuerdo bien la depresión post-parto que me inmovilizó hasta que comencé con antidepresivos. Recuerdo un día decirle a mi pareja que necesitaba irme, que ya no aguantaba -- justo como mi bisabuela lo hizo algún día, sí, sus voces seguían ahí --; recuerdo agarrar las llaves del carro y manejar en círculos por una hora, regresar a la casa y abrazar a mis hijos, decirles una y otra vez lo mucho que los quería para que no pensaran que me había ido porque no los quería. Me pregunto si esto es parecido a lo que sintió mi mamá cuando se enteró de su segundo embarazo, me pregunto si deseó terminar su embarazo, si intentó escapar y luego tocó su vientre para decirme entre llantos que sí me quería. Me pregunto si ella también lloró con un nudo en la garganta el día que decidió casarse con mi papá.

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Ser mujer dentro del patriarcado capitalista, clasista, racista y colonizador, ser mujer dentro del régimen heterosexual, representa una interminable lucha entre lo que deseamos y lo que nos enseñaron a desear y esperar, esto pensando en el mejor de los casos; hay muchas mujeres cuya lucha es por la vida misma, mujeres a quienes les han arrebatado las opciones. Por mucho tiempo no me sentí cómoda siendo mujer, no entendía qué era lo correcto; deseaba que hubiera un manual.

Nunca encontré el manual y ya dejé de buscarlo; pero esa búsqueda me dirigió a mis Ancestras, a mujeres que me inspiran, a sus historias, sus experiencias y sus conocimientos. Encontré el feminismo, la crítica hacia las instituciones que contribuyeron a mi socialización, hacia las fuerzas e intereses de la cultura patriarcal que pretenden moldear cada aspecto de la vida de las mujeres para perpetuar su explotación y aniquilación; “miré fijamente al abismo y el abismo me devolvió la mirada”. Sigo en el proceso de identificar al patriarcado y su heterosexualidad obligatoria en todas las decisiones y etapas de mi vida. Esta es mi experiencia con la heterosexualidad hasta ahora, sigo en el camino.

Referencias

Vergara-Sánchez, P.K., (2015) Sin Heterosexualidad Obligatoria no hay Capitalismo. México. Obtenido de http://ovarimonia.blogspot.com/2015/09/sin-heterosexualidad-obligatoria-no-hay.html

Wittg, M., (1992) The Category of Sex 1976/1982 en The Straight Mind and Other Essays. Boston, Massachusetts, E.U.A. Beacon Press.


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